La fe nunca ha sido “etérea”. Se traduce en obras buenas. Si bien es cierto que la caridad apremia y ocupa el primer puesto de la “urgencia”, el cristiano siempre guardará un lugar muy importante para dignificar el culto. Dios está en todas partes y no necesita ningún tipo de “constructo” artificial para amarnos y para atendernos. Pero el ser humano sí necesita vehículos, lenguajes, espacios y rieless que tercien en su diálogo cotidiano con su Padre y Creador.
Esta ampulosa introducción viene motivada, tal vez, por un detalle ilusionante: al templo parroquial le han regalado los candelabros y la cruz del altar mayor. Una “gotita” más que reafirma el piadoso deseo de no tratar a Dios “de cualquier manera” en nuestra feligresía. Sin presumir de nada, pues nos sabemos pecadores. Pero sin dejar de fomentar la piedad como una de las virtudes cuya consecuencia es la de disfrutar, “a gusto”, comunitariamente, tratando bien al Rey de reyes.
Después, el principal activo de las Iglesias lo constituyen sus feligreses. Pero donde dos o más están reunidos en nombre del Señor, allí surgen, inevitablemente, deseos de vivir la fe, compartirla y ponerla en práctica para que el Amor de Dios inunde el mundo. Dice la doctrina católica que la Iglesia se construye desde la Eucaristía. Y esto tendrá lugar, primeramente, con honor y devoción, sobre este altar que ha sido renovado gracias a la generosidad de una familia donante.
Vienen tiempos que requerirán gran compromiso por parte de los hombres y mujeres de fe. Para rezar. Para dar testimonio. Para aportar a la sociedad. Pero también para sostener el patrimonio recibido: las iglesias, los objetos de culto, los locales de formación catequética, las actividades socio-caritativas, etc., etc. Los regalos se convierten en veneno si se preparan con malicia; o en absurdos al “comprar por comprar”. Pero con buena intención y sana inteligencia para acertar, se honra a una parroquia, a los feligreses y a Dios, que nos quiere contagiar hasta su propia dignidad.