«Mil veces naciera, mil veces sería cura». El que habla es José Carlos Alonso, el párroco de la iglesia de Santa Eulalia de Liáns (A Coruña, 1965), que asegura que el suyo es el mejor trabajo de todos: «Mi profesión es, según Forbes, la más feliz del mundo. No vives para ti, vives para los demás. Como diría la madre santa Teresa de Calcuta, el que venga a ti debe marchar siempre un poco más feliz». Lo que más le gusta, comenta, es ayudar: «Haz el bien y no mires a quién. Hay que ayudar al que entre por la puerta, sea católico, musulmán, ateo, de izquierdas o de derechas». El padre Alonso cumple con esta misión de muchas formas diferentes. «Yo dedico una gran parte de mi tiempo a buscar trabajo para el que no tiene. En la misa estoy media hora cada día, pero en el despacho paso otras cuatro. Y cuando digo en el despacho no me refiero a estar entre papeles. Viene gente que necesita ser escuchada, porque está sola en medio de los demás. Otra gente busca una ayuda inmediata básica, como el alimento. Llamas a un sitio, llamas a otro, preguntas… A lo mejor de cada cien favores que pides te hacen veinte, pero son veinte vidas solucionadas», concluye. ¿Y al confesionario, sigue yendo mucha gente? «Hay personas que van al confesionario tradicional, que es el de la iglesia, de madera, con una rejilla, pero tengo mucha otra que viene a la salita que tengo detrás de mi despacho, donde hablan, ríen, lloran… y se marchan consoladas. Igual empezamos hablando del Deportivo-Madrid y acabamos con la confesión». En sus 26 años como cura ha oído de todo, aunque le quita hierro al asunto: «La patente de los pecados la tiene Adán, así que no hay nada inventado. Creo que me he enfrentado a todos los pecados, porque todos los hombres somos capaces de los mayores errores y de los mayores horrores».
Es tontería preguntarle cuánto dura su jornada, que empieza cuando se levanta cada mañana a las siete menos cuarto para leerse las 13 ediciones de La Voz. «Mi jornada dura las 24 horas del día. Nosotros solo nos retiramos con un traje de pino y nos vamos a un apartamento de 2×1. Hasta entonces, estamos todo el tiempo trabajando porque el cura, es cura siempre. No es un trabajo de 8 a 8», cuenta este párroco que no tuvo siempre clara su vocación: «Antes de ser sacerdote estudiaba Psicología, y no creí que este fuese mi camino. Pero cuando Dios se empeña en que seas cura, monja o casado, aunque tú no quieras, él sí quiere. Cambié el diván por el confesionario. Lo que hacía antes cobrando, que es atender a la gente, ahora lo hago gratis. Pero cuando uno no trabaja para sí y lo hace para los demás, ya tiene su recompensa. La felicidad es esa.
Artículo publicado en La Voz de Galicia (28-IV-2018)