San Antonio de Padua, hijo predilecto de san Francisco de Asís, tu vida siempre envuelta en cariño y amor popular, confirió la imagen de hombre santo, humilde al que le acompañaron innumerables prodigios y milagros. Hombre de Dios dedicado a la oración, al ayuno y a la lectura de las santas escrituras, el Espíritu Santo te dio un don de predicación que no sólo convirtió los corazones pecadores sino que incluso los animales ante tus palabras reaccionaban de forma inaudita, como lo hizo la burra que en Rimini se arrodilló ante la custodia que llevabas en tus manos, o los peces que a orillas del mar aleteaban sus colas en homenaje a Aquel de quién les hablabas ante la terquedad de quienes no quisieron escuchar tus sermones. No pudieron contigo, cumpliéndose el Evangelio, cuando intentaron envenenarte, y hasta la imposición de tus manos conseguía sanar a hombres y mujeres de graves enfermedades. Tuviste el privilegio de tener en tus brazos al niño Dios que salvaría del pecado al ser humano en la cruz, imagen por la que se te reconoce. Pastor evangélico, ayúdanos en la conversión y entrega a Dios, confiando plenamente en que su gracia quiere habitar en las vidas de todo bautizado y obrar maravillas en aquellos que se dejan sorprender por el divino Espíritu. Amén.
San Antonio de Padua y de Lisboa, ruega por nosotros