Es sabido que los sacerdotes gastamos gran parte de nuestra vida hablando de Dios, pero no es menos cierto que otra gran parte la pasamos hablando CON Dios.
Así como el aire es necesario para el cuerpo, pues lo hace vivir, la oración es necesaria para el alma, pues también la hace vivir. Una vida cristiana sin oración es un cristianismo muerto. Los sacerdotes, como todos los Cristianos hemos de encontrar diariamente momentos para la oración personal y litúrgica así como para las diferentes devociones que tanto nos recomienda la Iglesia para crecer en intimidad con El y con su Madre, que es la nuestra.
Estoy seguro de que muchos hemos tenido la suerte de heredar de nuestros padres y abuelos la devoción a la Virgen En una ocasión me decía un compañero: «Estoy seguro de que mi madre me enseñó a la vez a hablar y a rezar a la Virgen». Seguramente que muchos podríamos decir lo mismo. De ellos hemos recibido diferentes costumbres y tradiciones: el ofrecimiento de obras, las avemarías antes de acostarnos, visitar santuarios marianos, hacer romerías…
Por eso el algunos del grupo de sacerdotes que mensualmente nos reunimos en la parroquia para rezar, compartir proyectos para evangelizar en nuestras parroquias y – por qué no decirlo- también mesa y mantel, este mes de mayo nos hemos ido juntos a rezar a los pies de Maria. Una sencilla romería , rezando el Rosario ante su imagen, pidiéndole a Ella por nuestras comunidades y por nuestra propia dsantidad.
Cuando rezamos el rosario no estamos solamente repitiendo palabras vacías con nuestros labios. El rosario es una oración del corazón, una oración contemplativa.
El objetivo de nuestra vida es seguir a Jesús e irnos haciendo más semejantes a Él. Y cuando rezamos el rosario, nos unimos a nuestra Santísima Madre volviendo nuestros ojos, con amorosa atención, hacia Jesús, hacia los misterios de su vida, hacia los misterios que revelan el significado de nuestra propia vida
Los sacerdotes y laicos, formamos un solo pueblo. No somos pueblo de Dios por iniciativa propia, por mérito propio; no, realmente somos y seremos siempre fruto de la acción misericordiosa del Señor: un pueblo de orgullosos hechos pequeños por la humildad de Dios, un pueblo de miserables -no temamos decir esta palabra: “Yo soy miserable”- enriquecidos por la pobreza De Dios. De ahí la necesidad de rezar -como pedía Dan Pablo- a tiempo y a destiempo.