Cada jueves, tras la celebración de la Santa Misa, nos reunimos porque queremos contemplar a Jesús Sacramentado y preparar nuestro corazón, con Él, para ser los discípulos misioneros que nuestra Iglesia necesita. Hemos conocido al Señor, porque Él ha salido a nuestro encuentro, llamándonos por nuestro nombre. Nos reunimos para celebrarlo en la liturgia, vivirlo en la comunidad y salir al encuentro de los hermanos más necesitados.
Como un joyero que recibe el más hermoso de los tesoros (la presencia de Dios entre nosotros), la Adoración Eucarística es realmente el alma y la vida de este lugar. En un contacto personal con el Dios viviente, adultos, jóvenes, niños, se dejan embargar por el amor y la misericordia infinita que les espera y se unen a la ofrenda de Cristo para la Salvación del mundo.
En la adoración, nos arrodillamos ante Dios porque Dios es Dios. No sería necesario pedir nada; aunque con El todo lo podemos con la adoración no queremos alcanzar nada; ni bellos sentimientos, ni tranquilidad, ni sosiego.
En la adoración no hablamos de nuestros problemas, no nos alabamos a nosotros mismos ni nos hacemos reproches; simplemente, nos arrodillamos ante Dios porque es nuestro Señor y Creador. Mi Señor y Creador.
Cuando logramos entender verdaderamente qué significa ser creados por Dios, y que él nos conserve la vida en todo momento, no podemos hacer otra cosa que arrodillarnos ante él, que es nuestro Creador, y adorarlo. En la adoración, reconocemos depender completamente de Dios, y que todas las fibras de nuestro ser lo necesitan: dentro nuestro no hay nada que no hayamos recibido de él, y confesamos que es nuestro Señor, la meta de nuestro anhelo. No podemos hacer otra cosa que arrodillarnos ante él en admiración y oración.
Adoremos a Jesús el Señor, en su presencia Eucaristíca