El 11 de octubre la Iglesia celebra la memoria del Beato Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, fundador de la Congregación Hermanas Mercedarias de la Caridad, que fue elevado a los altares por San Juan Pablo II el 9 de noviembre de 2003.
Las hermanas tienen una comunidad en nuestra parroquia desde hace varias décadas con una misión: atender a los niños de la protección de menores en el Lar a Merced
Su carisma es un servicio de caridad redentora en todas sus formas en orden a la plena liberación del ser humano.
Una caridad que realiza en la historia de hoy las palabras proféticas del Fundador:
Curar todas las llagas, remediar todos los males, calmar todos los pesares, desterrar todas las necesidades, enjugar todas las lágrimas, no dejar si posible fuera en todo el mundo un solo ser abandonado, afligido, desamparado, sin educación religiosa y sin recursos. (p. Zegrí).
Queremos felicitar a las hermanas en la fiesta de su Fundador al tiempo que agradecer su inestimable labor en la parroquia y en el pueblo.
Biografía
Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, fundador de la Congregación religiosa de las Hermanas Mercedarias de la Caridad, nació en Granada, el 11 de octubre de 1831, en el seno de una familia cristiana. Sus padres, don Antonio Zegrí Martín y doña Josefa Moreno Escudero, le dieron una esmerada y cuidada educación. Forjaron su rica personalidad en los valores humano‑evangélicos, haciendo de él un verdadero cristiano, comprometido con la causa de Jesucristo y de los pobres, desde su juventud. Fue un excelente estudiante y una gran persona. Cursó estudios de humanidades y de jurisprudencia, destacando por su inteligencia, pero, sobre todo, por su gran humanidad y por una intensa vida cristiana: dedicado a la oración y a la caridad con los pobres.
Dios Padre, que llama a los que quiere para realizar sus grandes obras, le llamó a participar del sacerdocio de Jesucristo para servir a los seres humanos el Evangelio de la caridad redentora. Cursó sus estudios en el Seminario de San Dionisio de Granada, siendo ordenado sacerdote en la catedral de Granada el día 2 de junio de 1855. Ser sacerdote de Jesucristo fue su gran vocación, de tal manera que estaba dispuesto a los mayores sacrificios, con tal de realizar este sueño, alimentado desde su temprana juventud.
Como sacerdote estuvo en las parroquias de Huétor Santillán y de San Gabriel de Loja (Granada). En ambas parroquias desarrolló su vocación de pastor, a ejemplo del Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Cuando tomó posesión de una de estas parroquias, dijo lo que quería ser para los demás desde la vocación que había recibido: como buen pastor, correr tras las ovejas descarriadas; como médico, curar los corazones enfermos a causa de la culpa y derramar sobre todos la esperanza; como padre, ser la providencia visible para todos aquellos que, gimiendo en la orfandad, beben el cáliz de la amargura y se alimentan con el pan de la tribulación. Su vida sacerdotal estuvo presidida por una profunda experiencia de Dios; un profundo amor a Jesucristo Redentor, con quien se configuró, aprendiendo desde el sufrimiento la obediencia; un gran amor a María, su sin igual Madre y protectora; una vida intensa de oración, fuente de caridad; una pasión grande por el Reino en sus pobres, y un intenso amor a la Iglesia, viviendo la comunión con ella, a pesar de la oscuridad de la fe y de los sufrimientos que le llegaron desde el seno de la misma Iglesia.
Fue un evangelizador infatigable. Le gustaba orar, reflexionar y escribir sus sermones. No decía lo que no oraba, y proclamaba lo que estaba en el centro de su corazón, inflamado por el amor de Dios. Anunciaba lo que creía. Su palabra invitaba a todos a vivir la vida cristiana con radicalidad y los sagrados vínculos de la religión cristiana. Toda su vida fue Eucaristía, pan partido para ser comido; celebración del amor de Dios en la entrega de su propia existencia. Y fue, también, reconciliación. Celebró el sacramento del perdón haciéndose perdón, misericordia y compasión para todos, especialmente para sus enemigos y para aquellos que le calumniaron.
Ostentó cargos importantes, pero él vivió la maravillosa humildad de Dios, revelada en el himno de la carta a los Filipenses 2,5. Fue examinador sinodal en las diócesis de Granada, Jaén y Orihuela; juez sinodal y secretario en oposiciones a curatos en la diócesis de Málaga; Canónigo de la catedral de Málaga y visitador de religiosas. También fue formador de seminaristas, predicador de su Majestad la Reina, Isabel II, y capellán real.
Impactado por los problemas sociales y por las necesidades de los más desfavorecidos, se sintió llamado a fundar una Congregación religiosa para liberar a los seres humanos de sus esclavitudes. La funda bajo la protección e inspiración de María de la Merced, la peregrina humilde de la gratuidad de Dios, en Málaga, el 16 de marzo de 1878. El fin: Practicar todas las obras de misericordia espirituales y corporales en la persona de los pobres, pidiendo a las religiosas que todo cuanto hicieran fuera en bien de la humanidad, en Dios, por Dios y para Dios. La Congregación, en pocos años, se extiende por muchas diócesis españolas bajo la exigencia de la dinamicidad de su inspiración carismática: Curar todas las llagas, remediar todos los males, calmar todos los pesares, desterrar todas las necesidades, enjugar todas las lágrimas, no dejar, si posible fuera en todo el mundo, un solo ser abandonado, afligido, desamparado, sin educación religiosa y sin recursos. El P. Zegrí, inflamado en el amor de Dios, llegó a decir que la caridad es la única respuesta a todos los problemas sociales y que no concluirá mientras haya un solo dolor que curar, una sola desgracia que consolar, una sola esperanza que derramar en los corazones ulcerados; mientras haya regiones lejanas que evangelizar, sudores que verter y sangre que derramar para fecundar las almas y engendrar la verdad en la tierra.
Probado como oro en el crisol, y enterrado en el surco de la tierra, como el grano de trigo, pues fue calumniado y apartado de la obra por él fundada, primero por la Iglesia, y después, por las mismas religiosas, muere un 17 de marzo de 1905 en la ciudad de Málaga, solo y abandonado, como él había decidido morir; a ejemplo del Crucificado, fijos los ojos en el autor y consumador de nuestra fe. Muere como fiel hijo de la Iglesia, y bajo el signo de la obediencia de la fe, como los grandes testigos y los grandes creyentes.
Elaboró una rica espiritualidad en la que hoy bebemos las religiosas, los mercedarios de la caridad y tantos laicos que, impactados por su vida, por la caridad que derramó en los pobres y por la forma en que decidió morir, quieren hacer camino de vida cristiana desde su inspiración carismática. Los ejes fundamentales de la misma son:
— la caridad redentora, para hacer beneficios a la humanidad y servir a los pobres el Evangelio del amor y de la ternura de Dios, pues la caridad, que es Dios, se manifiesta enjugando lágrimas, socorriendo infortunios, haciendo bien a todos y dejando a su paso torrentes de luz
— el amor y la configuración con Jesucristo Redentor, en su misterio pascual, pues el rasgo de amor místico que casi identifica con Jesucristo el corazón del hombre, desprendido de toda recompensa, es el sublime ideal de la caridad
— el amor a María de la Merced, pues Ntra. Sra. de las Mercedes es de todos y para todos, ya que no hay título más dulce, invocación más suave, nomenclatura más amplia que la merced y misericordia de María.
Vivió e hizo suyas todas las virtudes cristianas de manera heroica, sobre todo la fe, la esperanza y la caridad, y todas aquellas virtudes humanas que dan elegancia a la caridad y la hacen entrañable en las relaciones: humildad, afabilidad, dulzura, ternura, misericordia, bondad, mansedumbre, paciencia, generosidad, gratuidad y benevolencia. También se distinguió por su prudencia, por su fortaleza en el sufrimiento, por su transparencia en la búsqueda de la verdad y por el sentido de la justicia que tuvieron todos sus actos y decisiones. La Iglesia reconoció sus virtudes heroicas proclamándolo Venerable el día 21 de diciembre del año 2001.
Dios Padre, por su intercesión, realizó un milagro, en la persona de Juan de la Cruz Arce, en la ciudad de Mendoza, Argentina, que la Iglesia ha considerado de segundo grado, restituyéndole el páncreas, que se le había extirpado totalmente en una intervención quirúrgica.
Su vida es un desafío para todos los que seguimos su espiritualidad, no tanto por lo que hizo, sino porque supo amar a la manera de Dios, sirviendo el Evangelio de la caridad a los más necesitados. Él nos reveló que la ternura y la misericordia de Dios se hacen realidad en el corazón de los seres humanos por el misterio de la redención del Hijo y haciendo camino con Él. El P. Zegrí hizo camino de discipulado entregándose total y exclusivamente a Jesucristo crucificado, como podemos leer en su testamento espiritual, viviendo sus mismas actitudes y sentimientos, ofreciéndose totalmente a Él para bien de la humanidad; perdonando a quienes le calumniaron, no teniendo en cuenta el mal y creando lazos de comunión, de encuentro y de relación; construyendo humanidad nueva en aras de la caridad más exquisita y amando a María, la mujer nueva, que sostuvo su existencia en la fe y su fe anclada en el misterio de Dios.
Su beatificación nos introduce a todos en la merced de Dios, en ese espacio de gratuidad en la que el Señor es jaris permanente, gracia liberada y redención de todo lo que oprime a los hombres y mujeres de hoy. A este testigo de la caridad de Dios nos encomendamos para que el Espíritu Santo transforme nuestra vida en fuego de amor, de tal manera que en nuestro camino de discipulado, y cargando sobre nuestros hombros los dolores de la humanidad, nos asemejemos a un astro que ilumina sin quemar, a una ráfaga que purifica sin destruir, a un arroyo que fecunda sin inundar.