“Adoremos al Santísimo Sacramento”
Queridos diocesanos:
La solemnidad del Corpus Christi fundamenta la misión evangelizadora en una sociedad secularizada. La preocupación es buscar una renovación tanto exterior como interior de la comunidad cristiana. La crisis de fe lleva a preguntar cuántos creen que Jesús está real y verdaderamente presente en la Eucaristía. Con frecuencia tratamos de adecentar la fachada sin darnos cuenta que los cimientos se están resquebrajando, lo que se manifiesta en el proceso de descristianización. San Juan Pablo II en su exhortación postsinodal Ecclesia in Europa escribía: “La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (EE 9). Pensar y vivir desde Dios y hacia Dios conlleva asumir un compromiso por el hombre.
El amor es inmortal
El amor es inmortal porque Dios es amor. Este amor nos lo ha manifestado Dios Padre al enviarnos a su Hijo, hecho carne, para salvarnos y acompañarnos hasta el final de nuestros días. Esto se refleja en la institución de la Eucaristía. En la última Cena, “mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14,22-24). “La fracción del pan, como al principio se llamaba a la Eucaristía, ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste”[1]. Así lo reitera la comunidad cristiana cuando el sacerdote proclama: “Este es el Misterio de nuestra fe”, respondiendo: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Se nos llama a celebrar, adorar y contemplar este Misterio con la conciencia viva de la presencia real de Cristo, testimoniándola con nuestra actitud al servicio de los últimos con el objetivo de construir una sociedad más justa y fraterna. Esta necesidad la estamos percibiendo de manera especial en las consecuencias de esta pandemia que está visibilizando duramente nuestra vulnerabilidad. Los creyentes en Cristo “sufren con los que sufren” (Cf. 1Cor. 12, 26). Toman en serio el dolor del prójimo, les conmueve y les empuja a hacer algo por remediarlo. La fe no necesita del sufrimiento para revalorizarse. Cristo quiso hacerse uno de nosotros experimentando nuestro dolor y nuestra muerte. Ha entregado su vida para que nosotros la tengamos en abundancia.
Día de la Caridad
“Si alguno dice, amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Como escribió Benedicto XVI, “el versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”[2]. En la hipótesis de una sociedad plenamente justa el amor es necesario. “No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo”[3].
En este convencimiento la Iglesia en España hace coincidir con la solemnidad del Corpus el Día de la Caridad, como llamada a estar pendientes de los demás, sobre todo de los más pobres y necesitados material y espiritualmente. Como pueblo que peregrina hacia Dios, la acción caritativa ha de realizarse en la Iglesia, con la Iglesia y al servicio de la Iglesia, “que sin dejar de gozarse con las iniciativas de los demás, reivindica para si las obras de caridad como deber y derecho propio que no puede enajenar”[4]. Quien ha acogido el amor de Dios, siente la necesidad de manifestarlo a través de sus obras. Por eso, “quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien”[5].
Agradeciéndoos vuestra generosa colaboración económica con Cáritas para ayudar a los necesitados, os saluda con todo afecto y bendice en el Señor,
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.
[1] JUAN PABLO II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 3.
[2] BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 16.
[3] Ibid., 28b.
[4] Concilio Vaticano II, Decreto “Apostolicam actuositatem”, 8.
[5] JUAN PABLO II, Mane nobiscum Domine, 9.