Es un honor para mí, como párroco, el que San Martiño de Dorneda recupere una entrañable celebración: la fiesta de Nuestra Señora del Rosario. Supone un impulso en muchos aspectos que me parecen importantes. Señalaré, al menos, tres de ellos: el cariño a la Santísima Virgen, la ineludible necesidad del encuentro festivo para los miembros de una comunidad parroquial y las implicaciones que la fe tiene en los pueblos.
Innumerables multitudes a lo largo y ancho del planeta reconocen a la Virgen María como Madre de Dios y madre suya. Ella ha acompañado los pasos de su hijo Jesús, quedando íntimamente asociada a los Misterios de su Redención. Éstos han quedado “diseminados” a lo largo del Santo Rosario en una suerte de episodios de amor para meditar y profundizar, una y mil veces, de la mano de Nuestra Señora. María quiere con locura a sus hijos, pues participa de la predilección del corazón de Dios por la humanidad. Ella se convierte en la Madre que conduce de la mano a su filial familia junto al Señor a lo largo de los misterios del Rosario. Quien tiene a María por Madre, albergará siempre un tierno corazón, capaz de entender la Misericordia de Dios y de abrirla a los demás.
Durante la etapa más reciente de nuestra historia hemos comprobado la fragilidad de la condición humana, expuesta a pandemias, guerras y fenómenos geológicos, meteorológicos o medioambientales adversos. El espíritu solidario y comunitario se ha vuelto imprescindible. De ahí que la posibilidad de un ámbito para la celebración de las fiestas de la Virgen del Rosario, abre para toda la parroquia una oportunidad de encuentro, de alegría y de esperanza muy necesarias. Estar juntos cobra una importancia capital en un mundo tan complejo como el nuestro; para apoyarnos; para fortalecernos; para respetarnos y ayudar a todos con un servicio que reconcilia. La celebración del Rosario nació en su día para honrar y recordar. En ella renace se recobra el gozo y el ánimo; recordamos que, tras el duro trabajo, llega el descanso reparador. Y mejor: permanecer unidos.
En cuanto a la fe, recordar que ésta subyace siempre en toda celebración religiosa. Es la fe quien descubre la verdadera personalidad de la Virgen María en su advocación de Nuestra Señora del Rosario: la Madre de Dios no termina su misión con el cuidado de Jesús, sino que la amplía para amparar a todos. Una festividad de estas características hace que el espacio público reciba también el testimonio de unas creencias que primero han dado vida y calor al corazón. Si esto ha sido así, es normal que hombres y mujeres deseen expresarlo, mostrarlo e incluso transmitirlo a las siguientes generaciones. Los creyentes poseen hoy en día una gran carga de responsabilidad. No creen ni actúan para que se les vea pero, sin duda, se les ve. Aún más: la mirada se fija en ellos para ver si sus creencias se traducen en unas actuaciones coherentes y ejemplares. Es lo que se espera de ellos: un listón alto; sin dar lecciones, pero construyendo la sociedad desde los mejores principios y valores posibles.
Tengo la convicción de que la fiesta retomada de la Virgen del Rosario puede hacer de nosotros mejores personas. Instaura un bien para la sociedad aportándole felicidad, esperanza, fraternidad e, incluso, perspectiva de eternidad. Más allá del materialismo que aspira a un bienestar humano raquítico, casi egoísta, aparecen en el horizonte las luces del amor que representa Nuestra Señora, invitándonos a celebrar su fiesta por todo lo alto y elevando nuestra propia dignidad. Son mimbres para un mundo nuevo.