Érase una vez un sembrador discreto, uno de ésos con grandes manos y alforja cruzada al hombro que avanzaba despacio, pero con paso firme, a lo largo y ancho la finca, seguro de que los surcos por él trazados habrían de ser un buen lugar para las semillas que arrojaba. “Sembrador – preguntó un niño- ¿por qué te empeñas en lazar semillas junto a la Ría de Ferrol? ¡Aquí nunca crecerán plantas que den fruto bueno!” El sembrador miró sonriente al muchacho, quien no conocía la historia de ilustres semillas nacidas anteriormente en Ferrol. “Si cuidamos bien las semillas – le respondió – ya verás qué bonitas brotan las plantas después”.
Y aquel niño, que se fiaba plenamente de su amigo el sembrador, vio cómo nacía la Flor María, una especie casi única, mecida por los vientos del Golfo Ártabro. Cada mañana, la Flor María despedía a los barcos que salían del puerto de Ferrol, saludaba elegante a los marinos que izaban bandera en el cuartel, reafirmando su patria lealtad y ponía color al trabajo gris en los modernos Astilleros.
El sembrador tenía muchas esperanzas puestas en su Flor. No le importaban tanto los frutos y las semillas que se habían de recoger durante el tiempo de la siega. Más bien soñaba con poder esparcir su alegría en los campos a través de aquel joven brote. Por eso le encomendó el cuidado de su Flor María a las Hijas de Cristo Rey, expertas floricultoras.
Un día, casi sin darse cuenta, le llegó el aviso de un encargo: “Flor, has de trasplantarte en O Carballo”. “Pero, sembrador – preguntó deseando secundar bien aquella noble voluntad – ¿cómo puede ser posible? ¿Quién ha visto nunca una Flor frágil y pequeña sobrevivir a la sombra de un árbol tan robusto e hidalgo como es el Carballo?” Así respondió el sembrador: “No soy yo quien te lo pido, pequeña Flor; es Ésta de aquí, a quien tú conoces”. La madre del sembrador estaba allí, silenciosa, discreta, casi tímida. En cuanto su hijo hizo alusión a ella, sonrió con una expresión preciosa e inocente, casi hasta el rubor. Ante semejante cosa, Flor María no dudó confiar en el criterio de aquella noble dama.
Con sus bártulos de Flor peregrina y rodeada de sus jóvenes alumnas, los dos últimos cursos en el Colegio de Oleiros le pasaron volando. Soñó mucho; viajó con frecuencia a su hogar; se cuidó y la cuidaron intensamente… “Flor sana in colegio sano”, reza el adagio latino. Y ella que se desgastaba y enraizaba en cada lugar hasta la extenuación, absorbió con sus raíces todos los nutrientes del suelo para abrirse profusa y expansiva ante el sol que todo lo repone.
“¿Y no te quedará un último resquicio para meter en un saquito tierra de nuevo, con sus raíces, y viajar hasta el sur…?” volvió a preguntar el inquieto sembrador. Como al fondo del pasillo se encontraba de nuevo su tierna madre, con los aperos de hortelana, la Flor no pudo negarse otra vez más. En esta ocasión, junto al encargo de un nuevo destino, le daban una señal de lo alto: “Gras”, cuya correspondiente palabra inglesa “grass”, significa “césped”. Una Flor junto al césped no se encontraría mal…
José Gras había fundado a las Hijas de Cristo Rey. Su memoria acompañaría ahora en Granada, por si las dudas, a esta Flor que los vientos se llevaban de nuevo. Su museo, sus restos mortales, sus clases de Religión, su pastoral, su pedagogía…
Cuentan las hadas del bosque que las abejas se han reunido ya en los jardines de la Alambra para solicitar un permiso especial de cara a la recolección de un precioso néctar que sólo se puede encontrar en alguna Flor de Galicia. Tal vez después, esa misma Flor escribirá su propia historia…