El Arzobispo de Santiago de Compostela, Mons. Francisco José Prieto Fernández, ha emitido una carta pastoral para el Adviento 2024, titulada «Os infundiré un espíritu nuevo». En ella, hace un llamado a una «misión renovada» en la Iglesia, basada en la sinodalidad y la evangelización.
El Arzobispo destaca la importancia del Espíritu Santo en este proceso de renovación. Señala que «el Espíritu Santo infundido por el Padre» impulsará a la Iglesia en el camino de la conversión pastoral y misionera. Este proceso, según el Arzobispo, implica una «profunda transformación de las mentalidades, actitudes y estructuras eclesiales».
La carta pastoral enfatiza la necesidad de abrazar la sinodalidad, un camino que busca hacer a la Iglesia «más participativa y misionera» .
Mons. Prieto invita a dejar atrás «la cómoda actitud del espectador escéptico» y las excusas del «siempre se ha hecho así» para avanzar hacia una Iglesia donde todos se sientan corresponsables de la misión evangelizadora.
Para el Arzobispo, la misión renovada debe estar «en y desde Cristo». Propone tres «leyes» para guiar esta misión: La «ley de la expropiación»: Dejar de hablar en nombre propio y hacerlo en nombre de Cristo y la Iglesia. La «ley de la semilla de mostaza»: Transcender la consciencia de pertenecer a Cristo y a su Cuerpo (la Iglesia). Y la «ley del germen de trigo»: Reconocer que no se ven los resultados inmediatos, y recordando siempre que la ley de los grandes números no es la ley del Evangelio.
La carta pastoral subraya la importancia del encuentro personal con Cristo como base de la misión. El Arzobispo cita al Papa Benedicto XVI, quien recordaba que la fe no puede quedar en una bonita propósito si el Espíritu no la acoge en la vida nueva del cristiano.
el prelado compostelano también destaca la importancia de la diaconía, el servicio a los necesitados, como parte integral de la misión de la Iglesia. Anima a no olvidar que «la misión de Jesús debería transparentarse en la nuestra».
El Arzobispo hace una llamada a la unidad y a la acción. Reconoce que el camino sinodal requiere una profunda comunión entre los hijos e hijas de Dios, y pide «aunar criterios, puntos de vista y acciones en la evangelización» para responder a la fragmentación.
Insta a los fieles a no caer en la tentación de «la cercanía, apertura al diálogo, paciencia y acogida cordial que no condena» como un fin en sí mismo, sino como un medio para la evangelización.
Mons. Francisco Prieto concluye su carta pastoral con un mensaje de esperanza. Afirma que la Iglesia en Santiago de Compostela ha de ser un «oasis de esperanza» donde la vida nueva del Evangelio sea accesible a todos. Anima a no sucumbir al pesimismo y a «acoger con responsabilidad la verdadera renovación que nos lleva, como Iglesia, al corazón del Evangelio para convertirnos en evangelizadores con Espíritu».
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Os infundiré un espíritu nuevo (Ez 36,26)
Una Iglesia sinodal, una misión renovada
Adviento 2024
A todos los fieles de la Iglesia que peregrina en Santiago de Compostela
Como el pueblo de Israel en el exilio recibía una palabra de aliento, el tiempo de Adviento se nos da como un tiempo de gracia que alienta una renovada esperanza: las promesas de Dios a su pueblo no pueden fallar. El profeta Ezequiel (s. VI aC) llama a la conversión y a la esperanza: Dios en persona apacentará a su pueblo, tanto el que vive en el destierro babilónico como el que permaneció en Judá, y le ofrecerá una alianza nueva y definitiva (cf. Ez 34). En los tiempos nuevos y esperados el pueblo de Dios recibirá del Señor un corazón nuevo y un espíritu nuevo: el corazón del pueblo, el corazón de cada uno de nosotros – “lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas”[1] – será renovado por el Señor para palpitar conforme a su voluntad de vida y libertad (corazón de carne) frente a las pétreas actitudes que nos paralizan en lamentos y quejas (corazón de piedra) (cf. Ez 36,26b). Un espíritu nuevo, el espíritu de Dios que será infundido a todo el pueblo, no como mera moda o novedad, sino como don que viene de lo alto, anticipo de la filiación y fraternidad realizadas en Cristo: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!»” (Gal 4,6; cf. Rom 8,26; DN 76).
El Espíritu infundido por el Señor “nos impulsa a avanzar juntos en el camino de la conversión pastoral y misionera, que implica una profunda transformación de las mentalidades, actitudes y estructuras eclesiales”[2]. ¿Cómo superar nuestras resistencias, personales y comunitarias al cambio, asumiendo la lógica del Evangelio y dejando de lado las rutinas que nos impiden responder con creatividad y valentía a los desafíos actuales? El Espíritu nos dispone a una permanente conversión del corazón para hacer de todos nosotros piedras vivas de un edificio espiritual (cf. 1 Pe 2,5; LG 6): la Iglesia que se edifica “como un hogar acogedor, como un sacramento de encuentro y salvación, una escuela de comunión para todos los hijos e hijas de Dios” (DF Sínodo Sinodalidad 115).
Con la efusión del Espíritu comienza la nueva creación y nace un pueblo de discípulos misioneros (cf. Jn 20,21-22): “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible in credendo. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación” (EG 119). Y aunque decimos en primera persona, creo, esto sólo es posible porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos (cf. Lumen Fidei 39). Ahí reside ese instinto de fe (sensus fidei), en la totalidad de los fieles, de todo el pueblo de Dios, no en mi “yo” solitario que afirmar creer, sino el nosotros creemos pronunciado sinfónicamente por cada uno al decir creo: “En virtud del Bautismo «el pueblo santo de Dios participa de la función profética de Cristo, dando testimonio vivo de Él sobre todo con una vida de fe y de caridad» (LG 12). Gracias a la unción del Espíritu Santo recibida en el Bautismo (cf. 1 Jn 2,20.27), todos los creyentes poseen un instinto para la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei” (DF Sínodo Sinodalidad 22).
- Una misión sinodal
Cada miembro del pueblo de Dios nos convertimos en discípulos misioneros (cf. EG 120). Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, a pesar de nuestras imperfecciones y limitaciones, y, por ello, no podemos olvidar que también todos estamos llamados a crecer como evangelizadores, lo que implica un compromiso por formarnos y profundizar nuestro amor al Señor y nuestro testimonio del Evangelio (cf. EG 121): “La misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera […] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13)” (EG 121).
En el plural sinfónico con el profesamos, celebramos y vivimos la fe, somos convocados a ser una comunidad diocesana que acoge la sinodalidad como “un camino de renovación espiritual y de reforma estructural para hacer a la Iglesia más participativa y misionera, es decir, para hacerla más capaz de caminar con cada hombre y mujer irradiando la luz de Cristo” (DF Sínodo Sinodalidad 24). Recientemente hemos constituido y renovado los diversos organismos de sinodalidad y comunión en nuestra diócesis: Consejo Presbiteral, Consejo de Asuntos Económicos, Consejo Pastoral Diocesano y Colegio de Arciprestes y Vicearciprestes. Su constitución es, ante todo, una llamada, más que un mero proceso normativo, a vivir de modo efectivo y comprometido la corresponsabilidad eclesial: las estructuras sirven si canalizan y sostienen procesos de conversión personal y pastoral; las rutas y programas de acción pastoral no pueden quedarse en la retórica de los buenos propósitos o en la cómoda actitud del espectador escéptico. Una vez más, debemos dejar atrás la rémora del “siempre se ha hecho así” o del “habriqueísmo”, excusas y lastre de la vida pastoral.
Todo se refiere a la única misión que Cristo ha encomendado a la Iglesia: anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28,19-20; Mc 16,15-16). Evangelizar es “la misión esencial de la Iglesia […] es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad profunda” (EN 14). Por eso, “sinodalidad y misión están íntimamente ligadas: la misión ilumina la sinodalidad y la sinodalidad impulsa a la misión” (DF Sínodo Sinodalidad 32). Caminar juntos y en misión como Iglesia diocesana requiere docilidad a la acción del Espíritu y escucha de la Palabra de Dios, contemplación, silencio y conversión del corazón. Así sabremos acoger con gratitud y humildad la variedad de dones y tareas distribuidos por el Espíritu Santo para el servicio del único Señor (cf. 1 Co 12,4-5) en esta Iglesia de Santiago. Sin ambiciones ni envidias, ni deseos de dominio o control, sin afán de señalar ni generar espacios excluyentes, cultivando, ante todo, los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que “se despojó de sí mismo asumiendo la condición de siervo” (Flp 2,7). La fecundidad que obra el Espíritu se percibe cuando la vida de la Iglesia está marcada por la unidad y la armonía en la pluriformidad (DF Sínodo Sinodalidad 43). Una de las expresiones más genuinas de la comunión es la aceptación sincera de la diversidad de carismas y realidades que vertebran la vida de nuestras parroquias y comunidades diocesanas. Precisamos adquirir una espiritualidad de la comunión… “rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento”[3].
- Una misión renovada en y desde Cristo
Inspirados por el Evangelio, os quisiera proponer a modo de hoja de ruta, tres “leyes evangelizadoras” que nos pueden ayudar a caminar por las sendas de una misión renovada. La primera sería la “ley de la expropiación”, es decir, no hablar en nombre propio sino en nombre de Cristo y de la Iglesia, manteniéndonos firme en el hecho de que “evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir”: a saber, la clara consciencia de pertenecer a Cristo y a su Cuerpo (la Iglesia) que transciende el propio yo; la segunda es la “ley de la semilla de mostaza”, es decir, la valentía de evangelizar con paciencia y perseverancia, sin pretender obtener resultados inmediatos, y recordando siempre que la ley de los grandes números no es la ley del Evangelio. Y finalmente la “ley del germen de trigo”, es decir, saber que para dar la vida debemos morir a nosotros mismos, debemos aceptar la lógica de la cruz.
Sólo podremos acoger con espíritu nuevo estas actitudes evangelizadoras si reconocemos que el Espíritu es el verdadero protagonista de toda evangelización, porque es el Espíritu quien hace viva la memoria de Jesús, el Evangelio encarnado del Padre; es el que nos lleva a la verdad completa, el que suscita en nosotros –como un gran don- la fe; es el Espíritu quien convierte, quien ora, quien crea comunión: “El Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col 3,16)” (DV 8).
La evangelización solo es posible en la fuerza de lo alto, en la fuerza del Espíritu Santo (cf. Lc 24,27-29; Hch 1,8). El Espíritu Santo guía la misión. Él es el que una y otra vez abre nuevas puertas (cf. Hch 16,6-8; 2 Cor 2,12). Solo si la Iglesia en Santiago está colmada del Espíritu Santo será capaz de ser misionera y evangelizadora.
Redescubrir la alegría y la belleza de creer y encontrar un nuevo entusiasmo en la comunicación de la fe, como nos recordaba el papa Benedicto XVI, se puede quedar en un bonito propósito si cada creyente no acogemos en nosotros la vida nueva que el Padre nos da en Cristo por el Espíritu, o sea, la santidad, la vida nueva de cada cristiano[4]. Sólo evangeliza quien se ha dejado evangelizar. No se puede transmitir lo que no se cree y lo que no se vive. Es necesario que una misión renovada esté acreditada por la propia conducta de vida, por la credibilidad personal y comunitaria de una vida modelada por el Evangelio: “creí, por eso hablé” (2 Cor 4,13).
Pongámonos como Iglesia diocesana a la escucha de Jesús, pongamos al Señor en el centro, que nos invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4,14). Entonces ni la sal de la vida cristiana se volverá sosa ni la luz de Cristo en el creyente se apagará (cf Mt 5,13-16). Por ello, es preciso redescubrir el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios y con el Pan de la Vida (cf. Porta fidei 3) para seguir nutriendo la experiencia de un amor, el de Dios, que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo, y que nos abre el corazón y la mente para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos (cf. Porta fidei 7).
La experiencia de Jesucristo ha de ser vivida en la comunidad de la fe, en la que hemos de superar la tentación de creer sin pertenecer, porque un cristiano solo y solitario no es cristiano. Hay que ser cristianos concretos: no se puede perdurar en el aislamiento y en la distancia con los demás creyentes. Y la Iglesia, en sus diversas comunidades, es el espacio ofrecido por Cristo para este encuentro. De aquí deriva la necesidad de que estas comunidades eclesiales sean acogedoras, espacios en donde todos se encuentren “como en casa”. Como nos recuerda el papa Francisco, “no se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando” (DN 212).
- La diakonía, lenguaje de una misión renovada
La misión de Jesús debería transparentarse en la nuestra. Y la misión de Jesús era, sobre todo, diaconía de amor hacia los más necesitados: “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). La diaconía de la fe (beber y ofrecer el agua viva; cf. la samaritana: Jn 4,5-42) debe ser de aquella “fe que actúa en la caridad” (Gal 5,6) (acoger y curar al herido; cf. el samaritano: Lc 10,25-37). Por eso, los apelativos samaritano (diaconía de la caridad) y samaritana (diaconía de la fe) se han convertido, por muchas razones y por lo que implican, para la Iglesia y para cada cristiano, en los sustantivos imprescindibles de nuestra identidad y misión.
La diaconía es el lenguaje que, más que con palabras, se expresa, desde la gratuidad, en las obras de fraternidad, de cercanía y de ayuda a las personas en sus necesidades espirituales y materiales. Una diaconía que nos pide alzar la voz sin miedo en defensa de quienes están sufriendo, hoy, muy graves injusticias, víctimas de las guerras, de la trata, de la violencia, de la falta de un trabajo digno y seguro. No perdamos una mirada y sensibilidad evangélicas ante la necesaria acogida e integración de las personas migradas: es inaceptable utilizar a los migrantes o refugiados como arma política, cuando ya acumulan el dolor por el desarraigo y el abuso de las mafias. Han de ser acogidos desde la legalidad y en fraternidad. En nuestras palabras y gestos debe oírse aquella pregunta de Jesús al ciego Bartimeo: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10, 51). El prójimo siempre tiene rostro concreto y allí el Señor nos espera: los damnificados por la reciente DANA que asoló tantos pueblos y tantas vidas; la dificultad en el acceso a la vivienda de jóvenes y familias; la lacra del paro juvenil o de las adicciones que tanto esclavizan la libertad y la dignidad de las personas.
Precisamos una esperanza encarnada y comprometida que nos permita recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir[5].
- Una misión compartida
Para proclamar con fecundidad el Evangelio se requiere una profunda comunión entre los hijos e hijas de Dios en la Iglesia local. Ese es el signo distintivo que hace creíble y eficaz el anuncio: “Os doy un mandamiento nuevo; que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35).
Es necesario aunar criterios, puntos de vistas y acciones en la evangelización para responder así a los desafíos que hemos de afrontar y para evitar el riesgo de la dispersión y de la fragmentación. Pidamos como don y asumamos como compromiso un clima de comunión que permita ver con un espíritu diferente los desafíos del presente. Se trata de generar unidad, no uniformidad.
Una sinfonía de actitudes y compromisos, basados en la “cercanía, apertura al diálogo, paciencia, y una acogida cordial que no condena” (EG 165) y atentos al otro, reconocido como prójimo, para que no se imponga la verdad y se apele a la libertad (EG 165). Actuar con humildad y respeto cuando evangelizamos, transmitiendo un “anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera” (EG 128). Se trata de aprender de la situación vital del interlocutor y aprender de la eficacia y grandeza del mismo mensaje del cual uno es humilde portador. Mostremos, desde una comunicación alegre y vital, con unas notas de alegría, estímulo, vitalidad (cf. EG 165), que somos capaces de reconocer en la vida diocesana una pluralidad de formas y de creatividades: “No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo” (EG 129).
Reconocer la necesidad de un cambio de perspectiva, de una verdadera conversión, obra del Espíritu que nos unge: estar a la escucha. Porque más que analizar el hombre y la sociedad, escuchemos lo que nos quiere decir el hombre de hoy: qué vive, qué espera, que piensa de Dios, de la fe, de la Iglesia, de sí mismo… Así evitaremos estar los mismos con los mismos. Es un cambio de mentalidad, de visión, de percepción de la realidad, que implica posteriormente una nueva forma de comportarse y ser en nuestras comunidades eclesiales y en la sociedad: “De la escucha profunda de las necesidades y de la fe de las personas con las que se encontraba [Jesús], brotaban palabras y gestos que renovaban sus vidas, abriendo el camino a relaciones restauradas. Jesús es el Mesías que «hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Nos pide a nosotros, sus discípulos, que nos comportemos de la misma manera y nos da, con la gracia del Espíritu Santo, la capacidad de hacerlo, modelando nuestro corazón según el suyo: sólo «el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo» (DN 17). Cuando escuchamos a nuestros hermanos, participamos de la actitud en la que Dios, en Jesucristo, sale al encuentro de cada uno” (DF Sínodo Sinodalidad 51).
Conclusión
En este tiempo apasionante, la Iglesia en Santiago de Compostela ha de ser un oasis de esperanza donde los cántaros secos de tantos hombres y mujeres sean colmados con el agua de la vida nueva del Evangelio y con la misericordia entrañable de Dios (cf. EG 81). ¡¡Es tiempo de pasión y audacia!! Hay que multiplicar y hacer accesibles a los seres humanos de hoy los pozos en los cuales sean invitados a saciar su sed, a experimentar un oasis en los desiertos de la vida, a encontrarse con Jesús.
Cuando fiamos todo a nuestras fuerzas y posibilidades solemos sucumbir al pesimismo y damos el empeño por perdido. ¿Cómo romper esta inercia? Todo lo que os comparto solo es posible a nivel personal, eclesial y pastoral si lo aceptamos, al mismo tiempo, como don y tarea. Porque sólo de Dios viene la vida nueva, la verdadera renovación que nos lleva, como Iglesia, al corazón del Evangelio para convertirnos en evangelizadores con Espíritu (cf. EG 262). Tenemos la responsabilidad de acoger ese don y hacerlo acontecimiento personal y comunitario para no convertir la vida pastoral en obligaciones simplemente soportadas.
Somos conscientes de que “llevamos un tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4, 7). Y por eso, nunca debemos sentirnos aplastados, desesperados y abandonados (cf. 2 Cor 4,8). Debemos avivar la confianza en la misteriosa fecundidad del Espíritu que “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8,26). No se resume todo en resultados y estadísticas. Como discípulos misioneros nuestra tarea es sembrar: la acción fecunda del Espíritu hará que no se pierda ningún trabajo, ningún esfuerzo, ninguna preocupación sincera y ninguna entrega generosa. Cada uno de los dones y carismas, las diferentes vocaciones eclesiales son expresiones diversas de la única llamada bautismal a la santidad y a la misión. Tienen su origen en la libertad del Espíritu Santo, y no son propiedad exclusiva de quienes los reciben y ejercen, ni pueden ser motivo de reivindicación para sí mismos o para un grupo.
El próximo Jubileo Romano de 2025 nos convoca a caminar en la esperanza en Cristo que no declina y que nos sostiene para seguir recorriendo los senderos de nuestras parroquias y fieles, de nuestras familias y comunidades, de los hombres y mujeres de estas tierras con los que la Iglesia en Santiago quiere compartir vida y plenitud evangélicas, el deseo y compromiso por una justicia y dignidad que edifiquen una sólida paz. Aguardo que podamos hacer juntos, en comunión, este camino que el Señor nos invita a recorrer. Ungidos por el Espíritu Santo, cuya presencia alentadora se sigue irradiando en los creyentes de esta Iglesia diocesana, abramos camino a la Esperanza que, de nuevo, se acerca a nosotros en este tiempo de Adviento[6]. María, Madre de la Esperanza, nos acompaña y ora con nosotros en esta gozosa espera.
Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo de Santiago de Compostela
1 de diciembre de 2024
I Domingo de Adviento
[1] Francisco, Carta encíclica «Dilexit nos». Sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo (=DN) (Roma, 24 de octubre de 2024) 14.
[2] XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Segunda sesión (2-27 octubre 2024), Por una Iglesia Sinodal: comunión, participación, misión. Documento final (DF Sínodo Sinodalidad) (26 octubre 2024), 14.
[3] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte (Roma, 6 de enero de 2001) 43.
[4] Cf. Benedicto XVI, Porta fidei. Carta apostólica en forma de “motu proprio” con la que se convoca el Año de la fe (Roma, 11 de octubre de 2011) 7.
[5] Cf. Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza (Barcelona 2024).
[6] Francisco, Spes non confundit. Bula convocatoria del Jubileo ordinario del año 2025 (Roma, 9 de mayo de 2024) 3.